1 de diciembre de 2008

De morado y plata

Había imaginado muchas veces cómo sería ver el cambio de colores de Uluru en la puesta de sol: ese rápido pero a la vez sutil virar del naranja al rojo, luego al rosa, después al morado y finalmente al negro. Y muchas más veces conforme el viaje iba tomando forma y se acercaba el momento. Pero esta vez Uluru no interpretó la obra de siempre, esa para la que yo había sacado mi entrada con tanta ilusión 18.000 kilómetros antes y 8 años atrás.
Llovía, y el atardecer se perdía en un horizonte difuminado por nubes grises. Llovía y el agua lavaba las laderas de Uluru con el respeto de estar tocando un lugar sagrado. Llovía y pequeños riachuelos iban recorriendo sus faldas rellenando las innumerables pozas que hay excavadas en la roca . Llovía y salió el sol, sólo unos instantes, pero los suficientes para grabar en mi retina la imagen que yo me llevaría de Uluru: ni la de las fotos robadas a otros viajeros, ni la de las postales, ni la de los documentales... sino la de un Uluru vestido de morado y plata para mí. Llovía y ¡no podía estar más guapo!.