... y dos atardeceres
en un mismo día.
El avión tomó rumbo al Norte y casi sin darme cuenta el sol se escondió en el horizonte para volver a aparecer unas pocas horas después. Seguía siendo miércoles y aún me quedaba por ver la segunda puesta de sol del día.
El tercer regalo: sobrevolar la banquisa del Polo Norte.
Y así fue cómo las 10 horas de vuelo se convirtieron en un placer para los sentidos, porque los regalos inesperados son los más apreciados.
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